“Qué tonta soy”, “qué menso, no me había dado cuenta” “yo no puedo porque soy…”
Hace quince días hablamos de las palabras que le decimos a los demás, y cómo debemos ser cuidadosos con ellas. Hoy veremos lo que NOS decimos.
¿Cuántas veces al día nos repetimos las frases de arriba? Con frecuencia ya son parte de nuestra forma de hablar, como una especie de muletilla, las decimos sin pensar. ¿Acaso no nos queremos? ¿sentimos que no merecemos el reconocimiento?
Habrá mucha gente que nunca sería capaz de insultar a alguien, que está dispuesta a perdonar los fallos de los demás, después de todo somos humanos, pero que a la más leve falta en su persona se recrimina por su acción. ¿Es eso congruente? Las religiones, y la sociedad en general, nos dictan “no hagas a otros lo que no quieras para ti mismo”; ¿entonces, qué pasa? ¿será este desprecio hacia nosotros la causa de tanta violencia en el mundo? Porque, digo, si tú no te quieres, difícilmente podrás querer a los otros, por más freno que te pongas para no insultarlos.
Hay personas que tienen la creencia de que amarse es un signo de egoísmo, de narcisismo. Bueno, si nos ponemos como si fuéramos el centro del universo y que todo gire en torno nuestro, y si imponemos nuestros deseos e ideas sobre los demás, pues sí sería egoísmo; pero si por el contrario, no dejamos que nuestros derechos sean pisoteados y nuestras ideas menospreciadas, y sobre todo nos valoramos, entonces estamos ante la muestra del primer amor, el más importante para que las otras expresiones de amor puedan existir.
Así que seamos cuidadosos con nuestras palabras, pero empezando por las que nos decimos. Si te cachas diciéndote “qué tonto soy”, recrimínate (amorosamente, por favor) y di por ejemplo “soy listo. Quizás (y sólo quizás) la acción que hice fue tonta, pero eso no me define como tal”. Haz la prueba y platícame cómo esto cambia tu vida.