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Mónica del Valle

Las Enseñanzas del Mar


Si logramos despegarnos de nuestras emociones, descubrimos que debajo de la aparente turbulencia hay calma.

Justo estando en la playa, una amiga me preguntó que si esto se trata de no sentir nada y de ser indiferentes, fríos y calculadores.

Por supuesto que no, aunque sí se trata de reconocer lo que es de cada quien y a estar en nuestro centro, sin que los eventos externos —propios y ajenos— nos roben de nuestra paz interna… Y también se trata de reconocer lo que es del pasado y lo que es del futuro, y estar en el presente, atentos, abiertos a lo que venga.

Me preguntó, entonces, si el asunto era olvidar los aprendizajes del pasado y siempre estar experimentando de nuevo… o bien vivir de tal manera en el presente que nunca supiera qué iba a hacer al día siguiente, sin planear, sin concretar nada o simplemente yendo a la deriva.

Por supuesto que no, aunque sí se trata de saber que el pasado es fuente de enseñanza en tanto no se convierta en un patrón que atrapa y dicta nuestros movimientos en el presente, una enseñanza que no nos priva de abrirnos a lo nuevo y acaso cambiar el rumbo. Y que el futuro todavía no llega y sólo esperando lo inesperado nos abriremos a los múltiples regalos con que la vida acostumbra sorprendernos.

El gran problema es el miedo. El miedo que no nos deja experimentar lo nuevo y nos presenta el futuro con panoramas sombríos. El miedo nos lleva a crecer nuestro ego a magnitudes sorprendentes y, a través de él, a querer que las cosas se hagan a nuestra forma, sin cambios. A querer controlar todo nuestro entorno. A pretender erradicar lo que es diferente porque nos sentimos amenazados en nuestra estabilidad (que ya de por sí es tan frágil que no resiste ni el menor cuestionamiento sin que, de inmediato y con furia —otra cara del miedo—, respondamos descalificando, defendiéndonos, haciendo el papel de víctima y victimario).

Lo más triste es darnos cuenta de que, por el miedo a no repetir experiencias del pasado o por miedo a que no ocurran las catástrofes que vislumbramos, nos perdemos de vivir la vida en plenitud… vivimos una vida no vivida.

Una vida no vivida en plenitud, nos hace sentirnos atrapados en tedio, en soledad; en las frustraciones y desengaños que se producen cuando las cosas no son como según nosotros “debieran ser”... en lugar de seguir el llamado de nuestro ser superior que nos invita a vivir una vida rica en experiencias y descubrimientos.

Tampoco hay forma de que “hacer cosas” sin parar o tener más cosas, llenen ese vacío existencial.

Cuando nos encontramos en medio de una crisis, de una depresión… cuando alucinamos a nuestra pareja o nuestro trabajo o nuestra vida… podemos estar seguros de que esa parte de nuestra vida que no ha sido vivida en plenitud está tratando de llamar nuestra atención. Nos sentimos tristes o enojados, sin energía, inquietos, aburridos o vacíos, incluso si lo tenemos todo. La vida nos pide decirle que sí a todo aquello que hemos dejado del lado, a lo que hemos sacrificado en aras de los convencionalismos que nos dan tanta seguridad (porque nos dan sensación de pertenencia).

La vida nos pide transformar toda esa insatisfacción en mayor conciencia. Nos pide explorar caminos nuevos sin que eso signifique dejar de ser quienes somos, aunque en un sentido nos sentiremos otros. Nos invita a descartar viejas limitaciones, a revivir antiguas amistades o a dejar ir algunas que ya no encajan con esta nueva visión; dar un giro a nuestras relaciones familiares, sociales y laborales. A tomar las oportunidades cuando se nos presenten. Estar bien vivos en el momento presente y aprender a ver símbolos y metáforas en la vida que nos ayudarán a vincular la conciencia ordinaria con la superior.

Mi amiga se quedó reflexionando un rato y ella misma de dio un ejemplo, fácil de entender, para empezar a poner en práctica esto de vincular nuestra vida con las metáforas que nos presenta la naturaleza, y verlo como una oportunidad de reflexionar y de hacer un recuento de nuestra vida no vivida… y nuestra vida por vivir.

Me preguntó si alguna vez me había metido al mar, a jugar con las olas, con total conciencia, viendo, observando y actuando. Me pregunto si alguna vez, al ver venir una gran ola me había “metido “ en ella y sentido cómo arriba todo era turbulencia y abajo había una gran paz y un gran silencio. O si, por el contrario había querido resistirme sólo para terminar con el traje de baño lleno de arena o en las rodillas.

Me explicó que las olas del mar tienen ciclos… vienen unas más chicas y unas más fuertes… a veces nos invitan a entrar al mar y a veces nos expulsan de él… Si el mar nos empieza a llevar a través de sus fuertes corrientes y nosotros, necios, queremos resistirnos a ello, sólo lograremos cansarnos y en una de esas ahogarnos… Si, por el contrario, observamos la corriente y nos dejamos llevar por ella, eventualmente nos sacará sanos y salvos… tal vez cerca de donde empezamos… tal vez muy lejos, incluso de aquellos que estaban con nosotros originalmente.

Y lo que nos permite hacerlo es la confianza. A pesar de un cierto temor ante lo incierto del viaje, es básico confiar y no resistirnos. Dejar el miedo que paraliza y cambiarlo por un estado de alerta, de observación y de entrega al proceso… siempre con una dosis de placer y gozo serenos.

Mi amiga es sabia, digo yo. ¿Qué has aprendido de tu vida a partir de tu relación con el mar?

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